domingo

Iscariote

                                             Yehudá de Qeriot de un árbol pendo.
Nacido de mujer
                         mujer, ahora yo
soy pasto de los cielos.

Así mi epitafio en este lecho
reza y es lo último
                        último cordel de muerte,
trenza que encallece lejos del Olivo.

¡Calvario, me saludo!
Bailo al compás del salado soplo,
nuestro céfiro hebreo
                        de cristal sobre los campos.

Mueven las aspas los condenados
                        molino y calavera
por el anzuelo bien ceñidos.

¡Calvario, me saludo!
Respira y con ella respiro, su osamenta
                       enraizada titila y yo
titilo, como párpado palpito
y ésta cruz palpita incluso
                       parece que verdea.

Como el apéndice entreabierto al sueño
                       duermo y a un tiempo velo.
Yo aguardo. Esas luces acuñadas
                       no se funden.

 ¡Calvario!
                        Me doy al firmamento
por treinta astros de plata.

miércoles






Mira el ojo
y avanza y 
              en su vaivén 
destierra su prisión de párpado,
su velo de párpado sobre párpado
en temblor de alas.

Cada ojo es un caballo de dolor antagónico.

           Un dolor blanco es veladura de piel descascarillada
que se deshila en cables de tela de araña
y se enrosca y serpentea
bajo el puente en el lecho del pubis
entre los ligueros de blanco
           pudor de novia
que en su fingimiento
es
           cien veces desposada
y cien veces se entrega
a lo conocido
y en su perseverancia lunar
hace cien veces el amor
y cien veces viejo el amor
y cien veces blanco                el amor
se hace invierno
y en su hibernar la piel desnuda
duerme el hambre para que cese
duerme el fruto y aguarda
           una fisura en la carne de sus ramas
y en sus venas de raíz profunda
           y en su fluir blanco
encuentra a destiempo
           una blanca sed de savia.

Un dolor negro es el cielo del ciego       pañuelo que viste de piel de mortaja
                         el  impermeable esputo de los condenados.

Insiste la noche en su deforestación negra.
Insiste y persevera en sofocar
                                               toda sombra
nacida réplica del suelo ronco de los zapatos. Cada parcela desnuda de nieve en 
un tablero de ajedrez
                                 es negra, negra es
la bilis del que despierta
gusanos de tristeza parasitaria
y dulcemente se deja caer.


Mira el ojo
 y avanza y 
               en su vaivén
destierra su prisión de párpado                    su velo de párpado sobre párpado
                                                       profanado.



 He venido a hundir el filo
en el mismo centro,
corazón de la calma.

Cavar con pala o encarnar las uñas
no basta;
es tiempo
de levantar un foso en el lecho seco de este océano

y

no hay poesía en ello, nada que sacie
esta sed genealógica decido
–apostasía–
renunciar al
sueño y legar estos párpados
que nunca me sirvieron

en un abrir camino desde dentro –busco
en mí
al hombre que despierta
para escalar
el soplo hacia arriba de la antorcha,
la estela de humo que evidencia la extinción del fósforo
entre los dedos –eso deseo,

muerta la llama
el humo
que ciega
y ahoga
que tizna
arrastre mi mensaje
y vuelva
a mí el hombre despierto
vuelva a mí su pulso de un millón
de redobles
que
nada temen,
pues es tiempo
de levantar un foso en el lecho seco de este océano
de hundir el filo en el
centro mismo,
en el corazón
de la calma, pues
cavar con pala o encarnar las uñas
no
basta.